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Desde la Edad Media y en los
albores del Renacimiento la actividad económica más importante se centró en
algunos lugares a los que periódicamente concurrirán los campesinos con sus
productos y los compradores de las ciudades para adquirirlos. El historiador
francés Fernand Braudel ha dedicado trabajos monumentales al estudio de cómo se
crearon allí los mecanismos fundamentales del intercambio económico y, en
cierta forma, las características del mismo.
Era un lugar privilegiado de
encuentro y pugna, alrededor de los precios, entre los vendedores y
compradores, como resultado del cual se estaba seguro de que terminaría por
prevalecer, para cada producto, el precio más cercano a lo justo entre las
aspiraciones contrarias de las dos partes. Así nació el capitalismo, que no fue
fruto de ninguna elucubración ideológica sino de la evolución espontánea de
procesos casi naturales que la sociedad fue formando, azarosamente, para
encontrar el modo más adecuado de satisfacer sus necesidades.
Desde luego, ese hombre de
capitalismo hoy casi malsonante fue un creación de Marx, quién si era un
pensador y un ideólogo, para oponerle, como visión futurista la posibilidad de
un mundo socialista donde la producción y distribución de los bienes no
estuvieran regidas por la simple y natural lucha de la oferta y la demanda,
sino por la intervención d un estado omnipotente y justo que tomaba a su cargo
todo el fenómeno económico sin tener
para nada en cuenta sus características históricas.
Mediante esos simples mecanismos
naturales del mercado se alcanzaron los inmensos logros de la moderna economía
y la humanidad presenció asombrada su crecimiento inesperado de la capacidad de
producir riquezas. Adam Smith, que no fue un ideólogo, se limitó en su gran
obra, La riqueza de las naciones, a
describir ese mecanismo nacido de la realidad con la misma minuciosidad con que
un entomólogo describe las costumbres de una familia de insectos. Se puede
decir que así como ha existido una economía marxista fundada en un pensamiento
abstracto, nunca ha habido nada que pueda llamarse una economía
“adamsmithcista” imaginada por alguien.
Los sucesos del mundo en la
última década, que culminaron con la disolución de la Unión Soviética, el fin
del comunismo y el fracaso económico d la Europa oriental, si algo han puesto
de manifiesto de manera evidente es el fracaso generalizado y repetido de la
tentativa socialista de reemplazar las relaciones de mercado, naturales y
tradicionales, por sistemas pretendidamente más racionales y justos de
producción y distribución de la riqueza. Sería pueril pensar que Adam Smith
derrotó a Karl Marx, porque el fracaso de la economía marxista se debió
exclusivamente a su sistemática pretensión de reemplazar los mecanismos que de
manera simple, la sociedad había creado para producir y distribuir riqueza por
esquemas ideológicos que parecían más justos y prometían permitir mayor
felicidad y prosperidad para todos.
No ha sido así y por esos ha
habido un abandono masivo en el mundo actual de las políticas económicas
estetizantes y socializantes, que han demostrado no ser capaces de producir la
abundancia y el bienestar social que los viejos sistemas tradicionales trajeron
a los países prósperos.
De esto se han dado cuenta los
pensadores políticos económicos más prestigiosos del mundo y si algo
caracteriza esta hora es el abandono generalizado de los esquemas económicos
del socialismo y un regreso franco a los sistemas simples de la economía de
mercado.
En la América Latina, como en la
mayor parte del llamado Tercer Mundo,
por muchos motivos, la ideología política predominante en el último medio siglo
ha sido precisamente la de una mayor intervención del Estado en la economía, la de la sustitución
de las relaciones normales de producción y distribución por organizaciones
gubernamentales, cuyo resultado ha sido, casi sin excepción, el fracaso
económico y social de los planes de crecimiento de esos países.
La insistencia con que los
dirigentes políticos de la América Latina se aferran a esos dogmas, que han
dirigido la experiencia histórica del último siglo, constituye uno de los
factores más negativos para cualquier posibilidad seria de recuperación y
crecimiento. Podríamos decir, parodiando a Don Quijote, “con la economía hemos
topado”. Da la impresión de que a los políticos latinoamericanos les cuesta
mucho trabajo abandonar ese caparazón ideológico dentro del cual pudieron vivir
con relativo éxito político durante largos, pero sería trágico que esa ceguedad
persistiera y que, a pesar de que evidentemente hemos topado con la economía,
pretendieran seguir haciendo caso omiso de las leyes y peculiaridades de la
economía real para seguir entregados al
empeño frustrante de que hay otra manera mejor de producir y distribuir
riquezas y crear progreso colectivo.
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